LA CRISPACIÓN DE LA CLASE POLÍTICA
Estoy asistiendo, atónito, estos últimos días, al duro enfrentamiento, en distintos ámbitos parlamentarios, entre los principales líderes de las diferentes formaciones políticas. Debaten y se interpelan sin concesión de ninguna clase a lo que debe ser, a mi entender, la cortesía parlamentaria y el respeto al contrario y a sus planteamientos.
¿Responde esta crispación de la clase política al sentimiento social?. No Realmente están los ciudadanos tan enfrentados entre sí, dependiendo de su afinidad política?. Todavía no.
¿Por qué, entonces, los políticos que nos gobiernan hoy, en cualquier institución pública, andan como nunca a la greña entre ellos, insultándose sin miramientos y ofreciendo de esta forma tan pésimo ejemplo a los ciudadanos a los que dicen representar?.
Hoy día, la entidad clasista de los políticos españoles se ha acentuado y es más patente que nunca, una vez que se ha hecho de la política una profesión, con todo lo negativo que ello conlleva. A diferencia de la clase política que hace cuarenta años hizo la transición en nuestro país, de manera más vocacional y menos interesada.
La mayoría de las personas que se dedican a la política actualmente, viven de ella. La cosa pública se ha convertido así en su único medio de vida, cuando no en un negocio. De tal manera que cuando un político cualquiera debate con el adversario de otra formación, lo de menos, en muchos casos, es la esencia ideológica de la cuestión discutida o el significado que la misma tenga para la calidad de vida del ciudadano. En estas circunstancias se olvida de ello, y sólo considera que el otro le está disputando su puesto de trabajo. ¡Y hasta ahí podíamos llegar!.
He aquí, a mi entender, la principal causa del mal hacer y la discordia crónica que se han instalado en cualquier tribuna pública. A lo que habría que añadir, indefectiblemente, el generalizado bajo nivel de las personas que nos representan en las instituciones, pues la falta de preparación dificulta el entendimiento, aviva la polémica y hace surgir el enfrentamiento.
Afortunadamente, como digo, la sociedad española no está tan crispada. Y ello, porque los ciudadanos se juegan menos a título individual en la pelea política; porque sus problemas personales no son, evidentemente, los de la clase política. Pero desgraciadamente lo estará a medio plazo, de manera peligrosa para la pacífica convivencia, si se sigue creando desde arriba el necesario caldo de cultivo.
Se impone, por tanto, la adopción de medidas regeneradoras, de índole constitucional o legal, que devuelvan a la política el prestigio que ha de acompañar a tarea tan noble, generándose de nuevo inquietudes personales en torno a la misma, al margen de los todopoderosos partidos. Sólo así se dedicarán a ella personas de relieve social y profesional, capacitadas y con criterio. Sólo de este modo la actividad política recuperará la esencial normalidad, será estable, honesta, flexible y eficaz.
Lo malo es que esta regeneración la han de llevar a cabo los mismos que hoy vegetan plácidamente a la sombra del poder, en cualquiera de sus manifestaciones. Pero también la clase franquista se suicidó políticamente en el año 1977 al aprobar casi unánimemente la Ley para la Reforma Política. Aunque, eso sí, lo hizo obligada por el imperante clima político democratizador, y con mejores perspectivas profesionales para los que la conformaban.