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LA CORRUPCIÓN LA PAGA EL CIUDADANO


En una sociedad libre, moderna y abierta como la española, todos somos responsables, en mayor o menor medida, de la ola de corrupción que nos asola, y que amenaza muy seriamente nuestra joven y nunca bien consolidada democracia. Porque, más allá de los políticos, primeros actores del corrosivo fenómeno; más allá de la carencia de autoridad moral de los propios partidos políticos; al margen del peligrosamente influyente mundo económico-financiero, de la incompetencia material de las instituciones públicas encargadas del control y fiscalización de la actividad administrativa, del hasta ahora ineficaz estamento judicial, y de la falta de compromiso de la intelectualidad; por encima de todo ello, digo, la gran valedora de la actividad corrupta es la complacencia de una ciudadanía básicamente corrupta también.

En efecto, el ciudadano de a pié, acomodaticio en todo momento al poder establecido, ha jaleado en ocasiones a los ladrones institucionales, justificando muchas veces sus tropelías, y hasta admirándoles en secreto. Esto es así porque, aunque resulte duro reconocerlo, vivimos en un país donde, con las salvedades de rigor, el que puede incumple con su horario de trabajo, defrauda a Hacienda o se apropia de lo que no le pertenece.

De todas maneras, estoy convencido de que este estado de cosas responde a la falta de formación ciudadana. El contribuyente español medio no es consciente de los estragos sociales y económicos que toda práctica política perversa acarrea a la economía nacional; también a la suya, por tanto. Por eso el nivel de corrupción política es mucho menor en los paises del norte de Europa, donde tradicionalmente se vive la ciudadanía de forma responsable y reivindicativa. De ahí el que el gran escrito francés del XIX, Victor Hugo, dijera en su día que la forma más eficaz de combatir la corrupción en su país, sería la construcción de escuelas.

En esta línea, es fácil colegir que el ciudadano tolera, -o ha tolerado hasta ahora-, la corrupción, porque todavía no ha llegado a la conclusión de que el político que utiliza las potestades públicas que el mismo ciudadano le ha conferido, en beneficio propio y en perjuicio de la colectividad, le ha traicionado en su confianza. El sacrificado contribuyente no ha reparado en que la corrupción le cuesta el dinero, que la paga él en definitiva cual si fuera un nuevo impuesto, ya que ha de sufragar los servicios públicos que le presta una Administración cada vez más cara por desproporcionada, ineficaz y perversa.

El consumidor no ha caído en la cuenta, por ejemplo, de que se hipoteca la vida pagando una vivienda tres veces más cara de lo que sería justo, porque la corrupción existente en el sector la ha encarecido en igual proporción. O de que le cobran comisiones en la Caja de Ahorros para compensar el gasto de las tarjetas en negro de sus directivos. O de que paga más caros los servicios de basura, o de agua, porque la empresa concesionaria correspondiente ha tenido que pagar una comisión al político de turno. Tampoco se ha dado cuenta el propietario de que le han subido el IBI porque el Ayuntamiento tiene que pagar su propio despilfarro.

Cuando se produzca esta toma de conciencia por parte de la ciudadanía, nos volveremos más beligerantes contra esos políticos desalmados y manipuladores que están esquilmando el país. Porque, seamos sinceros, al cabo sólo nos preocupa aquello que nos afecta al bolsillo.

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